El 18 de octubre de 1968, en México D.F., se produjo uno de los hechos más sorprendentes y relevantes de la historia olímpica. Bob Beamon hizo añicos el récord mundial de salto de longitud, situándolo en 8 metros y 90 centímetros, una marca estratosférica que estuvo inamovible durante 23 años.
Nada hacía presagiar en las vísperas un suceso de tales características. Beamon era el indiscutible favorito aquella tarde, tras haber ganado 22 de los 23 concursos disputados ese año, pero resultaba inverosímil que, con una mejor marca personal hasta ese momento de 8.33, fuera capaz de realizar un salto como el que le hizo ingresar en la historia.
Beamon no empezó bien el concurso. Dos primeros saltos nulos hacían peligrar la medalla. Se dispuso a saltar de nuevo. Eran las cuatro menos cuarto de la tarde. La cargada atmósfera de la ciudad mexicana amenazaba tormenta. Beamon inició la carrera. Había estado entrenando con sus compatriotas velocistas Tommi Smith y John Carlos para mejorar su velocidad. Tras diecinueve zancadas y una batida perfecta, se elevo en el aire volando más allá de lo imaginado. El atleta estadounidense se alejó del foso consciente de su gran salto, pero sin poder imaginar la verdadera magnitud del mismo. Los métodos de medición no estaban preparados para un salto tan largo, por lo que los jueces tuvieron que echar mano de una cinta métrica metálica. Fueron minutos de incertidumbre hasta que apareció la mágica e increíble cifra: 8.90. Nadie podía creerlo. Ni el propio Beamon, que estalló en un ataque de júbilo.
Beamon había entrado en la historia, pulverizando el anterior récord del mundo, en poder de Ralph Boston e Igor Ter-Ovanesyan con 8.35. Comparado con este salto, nosotros somos niños, declaró el atleta soviético. No le faltaba razón. Beamon había saltado 55 centímetros más que cualquier otro hombre hasta ese momento. Dos hechos habían favorecido la consecución de la proeza. Por un lado, la altitud de la capital mexicana (2.240 m) y por otro, el viento favorable, en el límite de lo permitido, de 2 m/s.
El salto de Beamon desde tres ángulos diferentes
En México, en los Juegos del black power, un saltador de raza negra acababa de conseguir un récord de proporciones siderales, inalcanzable para las posteriores generaciones. En los años siguientes, nadie osó acercarse a aquella marca. Ni siquiera el propio Beamon, que lo máximo que saltó posteriormente fue 8.22. El salto de México quedó, por tanto, como una anomalía en la carrera de su protagonista. Una maravillosa anomalía.
El salto hacia el futuro de Beamon duró 23 años. Carl Lewis, el saltador más dotado de la historia, persiguió el récord durante más de una década. Se acercó en ocasiones, pero siempre se le resistió. El cruel destino hizo que el Hijo del Viento fuera testigo de como en 1991, en el mejor concurso de la historia celebrado en la rapidísima pista de Tokio, Mike Powell batía la mítica marca saltando 8.95. Lewis había conseguido poco antes 8.91, pero el viento favorable le impidió ostentar, siquiera durante unos minutos, el perseguido récord.