Londres.- Monir Shahroudy Farmanfarmaian es una octogenaria artista iraní que muestra a sus ochenta y cuatro años la energía y capacidad creadora que hemos visto en otra gran veterana: la franco-norteamericana Louise Bourgeois, tardíamente reconocida por la crítica mundial.
Su exposición en una galería anexa a ese delicioso museo que es la Leighton House londinense constituye un auténtico descubrimiento: son las suyas obras que combinan el moderno minimalismo con la rigurosa tradición geométrica islámica y la clara influencia de la arquitectura vernácula.
Nadie antes que Monir vio el potencial de crear una obra de arte a partir de espejos en forma de mosaicos, que componen siempre fascinantes figuras geométricas, según explicó a Efe la experta en arte de Oriente Medio y comisaria de la exposición, Rose Issa.
Issa descubrió la obra de la artista iraní en 1999, visitando el Museo de Arte Contemporáneo de Teherán.
Creyó que se trataba de una artista muy joven hasta que le explicaron que sus obras habían sido confiscadas durante la revolución del ayatolá Jomeini en 1979.
Preguntó por el paradero actual de la artista y le dijeron que había salido del país, pero no sabían dónde estaba.
Issa, que, tras una larga búsqueda, logró por fin dar con ella en Nueva York, relata a Efe la vida accidentada, apasionante y en muchos momentos dramática de Shahroudy Farmanfarmaian.
Nacida en el seno de una prominente familia en la localidad de Qazvin, estudió Bellas Artes en Teherán, y viajó por primera vez a Nueva York en 1945, justo en el momento en que esa ciudad comenzaba a adquirir una gran reputación artística.
Después de quince años de aprendizaje y bohemia, durante los cuales conoció a artistas estadounidenses que luego se harían mundialmente famosos como Andy Warhol, Jackson Pollock o Frank Stella, Monir regresó a Irán en 1957.
Allí redescubrió su país, se dedicó a coleccionar obras de arte tradicionales, entre ellas textiles, joyería turcomana, pinturas en el reverso de cristales y las ilustraciones figurativas "naif" de la vida del profeta y sus descendientes, típicas del arte chiíta.
Tras la guerra entre Irak e Irán y la revolución islámica, Monir y su segundo esposo, un rico industrial de origen aristocrático, vieron confiscadas todas sus propiedades y optaron por el exilio, nuevamente en Nueva York, ciudad que Monir conocía muy bien de su época de estudiante.
Aquel exilio la convirtió, en palabras de Rose Issa, en una artista mucho más "privada y solitaria": Monir se dedicó a hacer pequeñas esculturas, cajitas ilustradas con collages que son como un ejercicio de memoria, pero tratan al mismo tiempo de capturar la fragilidad, el carácter efímero de la misma.
Tras el fallecimiento de su esposo en el 2000, Monir regresó a Irán, donde revivió con fuerza poderosa su creatividad: alquiló un nuevo apartamento, un estudio y contrató a un grupo de ayudantes, especializados en la difícil técnica de los mosaicos-espejos, a la que iba a dedicarse de nuevo con auténtica pasión.
Según explica Issa, se trata de una técnica muy antigua ya que los espejos comenzaron a utilizarse en 1558 como decoración interior en Irán en el palacio que el shah Tahmasp I tenía precisamente en Qazvin, la ciudad natal de la artista, desde donde la moda se extendió rápidamente a las residencias aristocráticas y mezquitas de Isfahán, Shiraz y Tabriz.
Inspirándose en los grandes monumentos arquitectónicos de Irán y de los dibujos geométricos tradicionales islámicos, siempre respetuosos del principio de equilibrio, Monir creó así una serie de piezas a base de espejos, con frecuencia coloreados, que, con aspecto a veces de caleidoscopios, destacan por su abstracta belleza, su profundo rigor y su fascinante armonía.
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