El cuero cabelludo de cristal. Para peinarlo hacen falta púas de diamante y el peine te sale por un pico, golpe va y golpe viene en las profundidades, sacándole esquirlas al esqueleto de la tierra. Peinar la calavera de cristal cuesta un trabajo: el que NO se ha tomado Lucasfilm en esta última aventura Indiana Jones contra la fuente de la edad, que es uno mismo.
Dignidad sobre el filo de lo que sierra el tiempo. Pero ni Steven Spielberg es Sam Peckinpah, ni Harrison Ford es Joel McRea, o Randolph Scott, o papá Sean Connery: un pimpollo en la fotografía. Cuestión de carácter. El tiempo no -nos- trata bien a los niños de la televisión. Pero no son los rostros sino los hechos, aunque tal vez sea cierto que uno acaba por tener la cara que uno se merece, que es la que los hechos nos deparan. Quizás incuso en el cine. La acción, como el humor, tiene que sustentarse sobre una estructura consistente, porque caso contrario no funciona. Guión -e intención- soso, flojito, sobre hilvanes. ¿Quiénes son, qué pretenden, los que atacan a Indiana y a Indianito en las tumbas? Y en la Ciudad Perdida, ¿quiénes son? ¿Para qué devolver la calavera? ¿A qué viene lo de "borrar las huellas"? ¿Qué hace John Hurt ahí? En la memoria el precursor de Indiana Jones: 'El secreto de los incas' (Jerry Hopper, 1954), con algo que devolver, por un motivo. Y en la memoria -sólo de profesor en la Universidad se recupera al personaje y en la escena final, con el sombrero que busca sucesor: no todavía-; en la memoria, el propio Indiana Jones.
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