Necesitas al menos un kilo de patatas "Ratte" de tamaño uniforme, para que se cocinen todas al mismo tiempo. Lávalas en abundante agua, sin pelarlas e introdúcelas en una cazuela amplia cubiertas con dos o tres dedos de agua. Añade sal marina, a razón de diez gramos por cada litro que contenga la olla y arrímala a la lumbre suave, tapada, por espacio de una media hora.
Pasada, la punta de un cuchillo pequeño se clavará en ellas sin dificultad, señal inequívoca de que están perfectamente cocidas. Escúrrelas y no las dejes enfriar jamás en el agua de cocción, si no quieres arruinar tu puré. Si lo haces, Robuchon te partirá las cejas, no lo dudes. Ojo, pues.
Mientras todo esto ocurre, vierte treinta centilitros de leche en un cazo y llévalo hasta el límite de la ebullición, sin que hierva, no lo olvides, el chef te vigila. Cuando puedas manejar las patatas con las manos sin achicharrarte, pélalas, despacio, con sumo cuidado para no dejarte ni un solo rastro de su piel adherida a la pulpa. Entonces, vuélcalas sobre un cedazo o mejor, en el interior de un pasapurés, si lo tienes, suspendido sobre una cazuela vacía. Que la malla sea bien fina, pues darás vueltas al manubrio como un loco hasta conseguir que la patata se convierta en una masa amarillenta bien compacta.
Arrima la cazuela con esa pulpa a fuego medio y sin cesar de dar vueltas con una espátula o cuchara de madera, intenta que la patata pierda la mayor cantidad posible de humedad y seque ligeramente. Hazlo durante cuatro o cinco minutos. Joël, el monstruo, te dirá que en esta operación, precisamente, se encierra toda una galaxia, el fundamento para que luego el puré quede liso, ligero, liviano y elegante como el puño de una blusa inmaculada de Hubert de Givenchy.
Añade, entonces y sin detenerte, quinientos gramos de mantequilla de vaca muy fría en pequeñísimos dados, muy poco a poco, hasta que el último pedazo desaparezca en el cazo puesto al fuego. Entonces, será el momento crucial para verter la leche caliente. Hazlo, en un fino cordón sin dejar de dar vueltas, mezclando vigorosamente hasta perder la última gota.
¿Ya está, te preguntarás? Pues no. Calma chicha. El alma de un buen puré no aflora hasta que lo pases de nuevo por un cedazo o colador de malla. Sí. Debes pasarlo así, a través, ayudado de una lengua -no la tuya, una de goma- a otra cazuela que reposará sobre fuego imperceptible. Remueves enérgicamente y si observas que aún peca de sequedad ligera y pesada, no lo dudes, remata con un poco de mantequilla fría y leche añadidas juntas, esta vez.
Si Robuchon te viera ahora añadir sal al puré, al finalizar el procedimiento de elaboración, te rompería las rodillas, te lo advierto. Si está soso, algo hiciste mal y deberás comenzar de nuevo. A lo sumo, su santidad dejará que espolvorees una pizca de pimienta blanca bien molida, nunca negra, pues se adivina entre las nubes de puré en imperceptibles motas negras y ensucia la preparación a la vista del comensal.
Espolvorea, si quieres, una poca nuez moscada, considéralo regla general -una pizca, ya es demasiado-. Será necesaria una sombra, una idea, un nada, un sí es no es, Joël llamaría a eso un "soupçon": debes suponer que hay -nuez moscada-, sin estar, jamás, absolutamente seguro.
Listo para servir.