Leí el otro día que Alberto Cortina posee una de las mejores colecciones de vino de España. Sus caldos valen una fortuna, y sin embargo, para el coleccionista de coleccionistas, Don Alberto es una pieza vulgar, del montón, insignificante comparado con nuestro ejemplar de hoy: Sam Sanfillippo, que atesora roedores disecados en el sótano de su empresa funeraria
Sam vive en Wisconsin y tiene alma de artista. Siguiendo los pasos de Walter Potter, el auténtico Bosco de la taxidermia, lejos de colocar de cualquier manera a sus momificadas criaturas, las regala una nueva vida de lujo y diversión, haciéndolas pilotar descapotables, tocar el piano o participar en un espectáculo de striptease.
Sanfillippo ya está jubilado, pero los herederos del mortuorio han tenido a bien conservar el museo, que por cierto, cuenta entre sus visitantes con personajes de la talla de Ronald Reagan o Henry Kissinger. Los que no gozamos de una agenda cultural tan intensa como la del político norteamericano medio, podemos conformarnos con hacer una visita virtual a través de algún álbum de flickr. No hay fotos del resto del tanatorio, aunque yo siempre me lo he imaginado como el de "2 metros bajo tierra", un pequeño palacete de principios del siglo XX, elegantemente decorado en su interior para que los familiares de los difuntos sientan que el muerto era alguien importante.
Por cierto que una de las cosas que más me llamó la atención cuando conocí la colección de Sam fue la procedencia de sus piezas. La mayoría son donaciones de sus conciudadanos y murieron atropelladas en las carreteras circundantes o en los campos de golf cercanos, al recibir un bolazo en la cabeza. Y yo que pensé que los campos de exterminio habían desaparecido y resulta que siguen ahí, sólo que en lugar de nazis, los verdugos son tíos con pantalones de cuadritos.
En fin, les dejo con Sam Sanfillippo y prosigo mi búsqueda. Para el coleccionista de coleccionistas, la caza nunca termina.
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