Londres.- El novelista británico Julian Barnes da rienda suelta en su último libro, un híbrido entre el ensayo y un libro de memorias, a su obsesión, casi enfermiza, por su desaparición física.
"Nothing to be frightened of" (Nada que temer), editorial Jonathan Cape, ha titulado Barnes irónicamente una obra que demuestra desde la primera hasta la últimas de sus 250 páginas justamente todo lo contrario.
Que el número de páginas sea 250, ni una más ni una menos, tiene que ver con una de las anécdotas de humor negro de las que rebosa el libro.
Barnes se imagina que está en la consulta del doctor y éste le dice que tiene "buenas y malas noticias para él".
El escritor quiere saber inmediatamente la verdad y pregunta al médico cuánto tiempo le queda", a lo que ése responde: "Yo diría que unas 200 páginas, 250 si tiene suerte y escribe rápido".
Pensar en la muerte conduce inevitablemente a pensar en el más allá, y Barnes comienza su libro con una confesión: "No creo en Dios, pero le echo de menos".
Barnes dice que preguntó un día a su hermano Jonathan, un profesor de filosofía especializado en los presocráticos y que ha enseñado en varias prestigiosas universidades, qué pensaba de ese argumento, sin confesarle que era suyo, a lo que ése contestó que lo consideraba más bien "sonso".
"Ateo a los veinte, agnóstico a los cincuenta y sesenta - el autor ha cumplido 62-, Barnes dice que no pasa un solo día sin que piense al menos una vez en la muerte.
Esa obsesión parecen sufrirla también algunos de sus amigos, como el que llama R. en el libro, y a quien un crítico ha identificado con el escritor Redmond Hanlon, al que la policía confiscó un arma de fuego después de que en un programa de la BBC mencionase sus ideas suicidas.
Barnes parece echar de menos una época en la que famosos escritores, como Flaubert, Turguenev, Edmond de Goncourt, Daudet o Zola, todos ellos ateos o al menos agnósticos, no tenían empacho alguno en hablar del tema.
O cuando, algo más tarde, el compositor Jean Sibelius, acudía al restaurante Kämp, de Helsinki, con ese mismo propósito escatológico junto a otros contertulios reunidos en torno a una "mesa limón" (el limón es el símbolo de la muerte para los chinos, nos recuerda el autor).
Y "Mesa Limón" es precisamente el título de un anterior libro de relatos en los que Barnes, expresaba su preocupación por la vejez y la sexualidad, el amor y la muerte. Como "El Loro de Flaubert", acaso su libro más famoso, es también una meditación sobre el suicidio.
Barnes recurre a innumerables anécdotas, tanto de Jules Renard, el escritor francés al que no deja de citar, como de Goethe, Hegel, Stendhal, Zola, Emily Dickinson, Toulouse-Lautrec o incluso Somerset Maugham, en un aparente intento de demostrar que no está sólo con su enfermiza preocupación por la nada que le acecha en todo momento.
En "Nothing to be afraid of", Barnes no es tampoco caritativo con sus padres, ambos fallecidos, de los que, incluso en sus momentos finales, sobre todo en el caso de su madre, hace un retrato exento de sentimentalismos hasta el punto de rozar en algunos momentos la crueldad.
De su madre, por ejemplo, también atea, dice que cuando la visitaba tenía que desconectar para no escuchar sus "monólogos solipsistas" y sólo la encontró "dolorosamente interesante" en su etapa final, presa ya de la demencia senil.
"El hecho de querer verla muerta tuvo más que ver, lo reconozco, con mi curiosidad de escritor que con cualquier sentimiento filial", escribe Barnes con tremenda honestidad.
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