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El Corredor de la muerte

Por geronimo
Actualizado 20-12-2008 11:18 CET

No existe lo que no se ve, lo que no aparece en portada de periódicos o en titulares informativos. Los asilos y los centros de mayores están oscuros. Precisan de tu luz para que su último viaje, su último sabor de esta vida, sea el más agradable de los sabores.

El corredor de la muerte asoma por los pasillos faltos de luz, por las paredes pintadas de sonidos, por una vida falta de vida misma. Este asilo de ancianos no es una zona de recreo, no es un club social… al menos no para ellos, los protagonistas de este artículo. No es justa la muerte que tienen impuesta estas personas, no por la muerte en sí misma, que no deja de ser una sentencia a la que nadie queda inmune o libre, sino por la forma de esperarla que les ha sido asignada.

 Unas monjas se encargan de su cuidado y de su atención personal a cambio de lo que buenamente puedan aportar los residentes. Estas mujeres dedican su vida a estas personas para intentar que se sientan acompañados. Qué sería de ellos sin estas mujeres de Dios que tratan de convertir este edificio en un pequeño Paraíso.

La salud física y mental de las personas que visité no me parecieron mermadas, dentro de los límites y márgenes que las edades que poseen les permite, porque una persona de 103 años siempre afrontará dificultades que le impidan llevar una vida totalmente normal. Semanas después uno de ellos murió.

El hombre por naturaleza no está hecho para estar sólo, continuamente necesitamos vernos recompensados interiormente por gestos generosos y sentirnos realizados por y para otras personas. Pocas enfermedades son tan destructivas como la soledad, una metástasis que devora poco a poco el corazón hasta extenderse hasta la mente e instalarse en todo el cuerpo, vaciándolo de defensas y dejándonos desnudos ante el resto de enfermedades, eliminando cualquier esfuerzo de lucha por vivir y dando lugar en la mayor parte de los casos a depresiones más o menos profundas.

La soledad no se combate con medicamentos, se lucha con remedios humanos. Esos que están al alcance de nuestras manos y que generamos nosotros mismos.

La Tercera Edad necesita sentirse viva, necesita renovar las energías agotadas por los tremendos y durísimos tiempos que vivieron, por dos motivos principales: por caridad humana, y recompensa merecida. Los tiempos de hambre y miseria que estas personas pasaron por culpa de guerras inútiles y atroces han causado mella y han hecho estrago en ellos. Se lo debemos. Lucharon por seguir adelante y lucharon por todos los lujos que hoy en día disfrutamos sin apenas darnos cuenta.

Aquel “viejecito” de 77 años me dijo casi al oído: “Muchacho, este es el corredor de la muerte. Aquí no hacemos otra cosa que esperar a que llegue la hora de partir”. Llevar 40 años en el mismo sitio, con la misma tristeza de siempre, debe de hacer un daño irreparable a una persona. Tengan claro que al pasar los 60 ó los 70 años uno sigue siendo persona, me niego a aceptar que uno se convierta en un mueble obsoleto que al principio parece tener cierto valor de reliquia pero que al final se acaba convirtiendo en un estorbo donde no hay otra solución que apartarlo al trastero hasta caer en el olvido. No todo se cubre de polvo.

Abogo y pido luz en los pasillos, sonidos en las paredes y vida en la vida misma. Que este y otros temas relacionados se conviertan en debate social. Basta ya de ocultar y disimular las tristezas y las desgracias, saquémosla a la luz para intentar solucionarlas.

No todo son teléfonos móviles ni todo son últimas tecnologías; también hay sectores sociales que requieren de las atenciones públicas y de las atenciones humanas. Eso de ser ciudadanos europeos y libres está muy bien, pero siempre y cuando estemos todos integrados en una sociedad, que desgraciadamente tiende a ser más individualizada y cada vez más egoísta. Si algo nos diferencia del resto de animales es la humanidad.

No quiero abuelos que miren la televisión sin oír más que el sonido de sus corazones marcando las horas de su muerte, quiero verlos por los parques y por los bares, echando sus partidas de dominó y contando sus anécdotas con los ojos llorosos para hacernos revivir el pasado que nunca jamás hemos de olvidar.

Somos hoy en día gracias al ayer. Somos hoy en día gracias a estas personas que lucharon por sobrevivir y que merecen la felicidad tanto o, porque no decirlo, más que ninguno.

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