Durante tres semanas Europa ha estado pendiente de las piernas de los futbolistas de dieciséis equipo, del balón circulando por ellas, de los brazos de los porteros, de las cabezas en los córners y faltas al borde del área. El pulso técnico lo dicta el balón pero el pulso emocional, el termómetro sentimental y moral de la Eurocopa ha venido dictado por los ojos y las caras de sus protagonistas, ahora más que nunca espejos de sus almas.
- El peor error de la Eurocopa lo cometió probablemente uno de sus mejores jugadores: el portero Peter Cech, al acecho del duelo Casillas vs. Buffon por el cetro de mejor guardameta del mundo. A diferencia del español y del italiano, el aspecto del guardameta checo es feroz e intimidatorio, con ese casco protector que le da un aspecto de quarterback salvaje de fútbol americano. Cuando aquel balón tibio se le escapó de las manos y golpeó inocentemente la pierna del turco Nihat, que pasaba por allí, el peso futbolístico de un país cayó sobre él. La cámara guardó uno de los momentos más dramáticos del europeo: el instante en el que el portero buscó con la mirada algún gesto de consuelo entre sus compañeros quienes, hundidos por el error ajeno, fueron incapaces de mirarle siquiera a la cara. Los ojos de Cech clavados en la nuca de sus defensas, imposibilitados para abrazar al traidor.
- De nuevo las decenas de cámaras de cada estadio de fútbol focaliza cada gesto y cada movimiento de labio de las estrellas que navegan sobre el césped suizo y austriaco. Cuando las cosas salen bien las sonrisas llenan las pantallas, cuando vienen mal dadas los defectos se multiplican por millones, por cada uno de los receptores de televisión que en ese momento sintonizan el partido. La realización trataba de adivinar los pensamientos de Cristiano Ronaldo ante Alemania y de Ballack en la final ante España. El portugués, aspecto cuidado, imagen repetida en centenares de anuncios, icono, referencia, esbozaba pucheros de niño incomprendido por los árbitros. Ballack, con su ceja atravesada por una raja teñida de rojo, dibujaba el rostro del pendenciero de la clase, el que te mira diciéndote con los ojos que te espera fuera para darte una paliza. Ambas estrellas compartieron la misma queja: es que estos no me dejan jugar.
- Las mejores celebraciones son las que desatan huracanes de emotividad, las que no dan pie a alaracas ni embellecimientos al estilo brasileño, las que están interiorizadas como el gesto de acunar, los brazos al cielo, el gesto del arquero o el pulgar en la boca. La montaña austriaca tras conseguir transformar el penalty ante Polonia que mantenía a los anfitriones con vida; la persecución a Villa tras marcar el casi imposible dos a uno contra Suecia; la locura turca en el empate final contra Croacia. En mitad del caos de la felicidad hay dos que huyen: Luis Aragones, que tras alzar levemente los brazos siempre trata de desaparecer de ojos, jugadores, compañeros y cámaras; y la figura rusa Arshavin, que después de fabricar un segundo gol increíble contra Holanda le pone el regalo a Torbinskiy para que remache. Mientras sus compañeros se amontonaban en la banda derecha, Arshavin, que acababa de hacer una obra de arte, que había metido a su equipo en semifinales, caminaba sólo de regreso a su área en el otro extremo del campo, mirada hacia abajo, como analizando de qué manera podría haberlo hecho aún mejor.
- Los que hemos visto toda la Eurocopa hemos tenido el extraño privilegio de ver madurar y rejuvenecer al mismo jugador en apenas tres semanas. Iker Casillas carga con un rostro infantil que apenas ha sufrido variaciones en una década, si acaso algo menos de acné y un corte de pelo que ya no delata la elección materna en la peluquería. El capitán de una selección aniñada tiene cara de niño, pero entonces llegan los cuartos de final. Güiza falla su penalty e Iker no parpadea, no cambia su gesto, su ceño fruncido, su boca en un rictus de seriedad extrema. Tiene trabajo por hacer. Cuando para el último penal alza los brazos como el que más pero ahora es un hombre entero y maduro, se enfrenta a la prensa con aplomo y sin exteriorizar más que una media sonrisa muy pocas veces. Y llega la final, llega Torres y marca, llega el partido que hemos visto todos. Pita el colegiado italiano y la cámara gira hacia Casillas que grita al cielo eufórico. Entonces, sólo entonces, vuelve el niño que empezó el campeonato, que deja de celebrar para ponerse las manos en la cabeza incrédulo y abrir mucho los ojos y la boca. Mientras los demás desatan la alegría, Iker vuelve a los diecisiete, el lugar de donde salió para ponerse al frente de la selección española en la Eurocopa.
Alberto Haj-Saleh (editor de Libro de Notas)