Si alguien nos hubiera dicho a algunos de nosotros que saldríamos a tirar cohetes por las ventanas porque un equipo de fútbol se alzase con la victoria, tal vez no le hubiéramos creído. España sonríe de punta a punta, parece dolerle menos la hipoteca y lanza vítores patrios. Nuestro país vive un momento nacionalista exacerbado y, en cierto modo surrealista, por algo tan cuantificable como que un balón entra en la portería un número de veces adecuado. El fútbol crece como nexo de unión cuando faltan otros símbolos que nos muevan la pasión y a actuar en positivo.
Ha vuelto a batirse el récord de venta de enseñas nacionales, como en marzo de 2007, cuando el PP y sus brazos armados la AVT y la Iglesia Católica- decidieron inundar las calles para protestar contra el Gobierno, sobre todo contra su política antiterrorista, en uno de los períodos con menos atentados que hemos conocido. Entonces, la tela rojigualda se adquiría en China, vía Internet. Ahora, la vende también un avispado comerciante uruguayo, que surtió a "Bono-trillos" y "Álvarez de los Manzanos" la gigantesca bandera de la Plaza de Colón de Madrid. Todo el mundo quiere ondear el emblema, con toro de osborne, si se tercia; con aguilucho, como se vio en el estadio vienés.
Plazas abarrotadas, la calle como expresión, necesidad de comunicación colectiva, la bandera sobre los hombros desnudos por el calor asfixiante de estos días. Gritos, cohetes, fuegos artificiales, trompetas, cláxones sonando hasta altas de la madrugada, mucho vino y mucho abrazo: España triunfa en la Eurocopa, la felicidad instalada en nuestros corazones. El fútbol ha unido un rompecabezas con aristas defectuosas e irreconciliables.
Los símbolos lo son de una tierra y una idea, sirven para distinguirnos de los otros. España, por tanto, es el fútbol. ¿Y nada más? Unos señores más bajitos que la media del país, con ganas y técnica, han obrado el milagro. Se aparcan casi- ideologías, prejuicios, razón. La sangre fluye cuando la pelota circula en jugada maestra, y estalla en júbilo al acertar en el cuadrilátero. Incomprensible.
Decía, el escritor y político irlandés George Bernard Shaw que, patriotismo es tu convencimiento de que tu país es superior a todos los demás porque tú naciste en él. Y para demostrarlo hay que vencer a quien se ponga por delante. Apenas sólo en el fútbol, parecemos tener esos intereses comunes. Casi.
Nos gustó a algunos pensar ante el equipo italiano, que también vencíamos al impresentable Berlusconi, y al menosprecio de los aficionados que nos llamaban pitufos. A unos forofos que habían pitado un himno de la Libertad, como La Marsellesa, cuando se enfrentaron a Francia.
Frente a Rusia, ni pensamos en Putin. Pero sí en Iñigo Urkullu, presidente a la sazón del PNV, que apostaba por la selección postsoviética, antes que hacerlo por esos chicos tan monos que capitanea Casillas. Perdió. Pocos defectos hay tan españoles como la estupidez en sacar los pies del tiesto.
Un negocio monumental que mueve millones en tiempos de crisis, nos ata a la pantalla, o al estadio austriaco, aunque sea endeudándonos en el viaje. Desata el nacionalismo. Hay que seguir limpiando la bandera de España de las malas huellas de su negro pasado, algunos no nos envolveremos de rojigualda para enfrentarnos a Alemania. Aunque ¿somos nosotros quienes nos enfrentamos a Alemania? No, es un equipo de fútbol. Pero lanzaremos cohetes por las ventanas si gana, preguntándonos aún porqué. Y, sobre todo, porqué no un proyecto colectivo de trabajar por una España auténticamente competitiva en el mundo, sin malabares estadísticos. Diversa, pero arrimando el hombro desde la diferencia, hablando el lenguaje de la comunicación, cantando el himno de la democracia y el progreso.
Es un juego. Pero atrapa. Une. Hace saltar ignorados sentimientos de rechazo a quienes nos atacan o menosprecian. Triste nacionalismo, sin embargo: un juego, un negocio, triunfar sobre al adversario, verle comer el polvo. ¿No sería mejor desatar la pasión también- en mejores empeños? ¡Podemos!